Época:
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
VIAJE A YUCATAN II



Comentario

CAPÍTULO XVII


Plano de las ruinas. --Un edificio llamado Akabcib. --Puertas. --Departamentos. --Masa circular de cal y canto. --Cuarto misterioso. --Tabla de piedra esculpida. --Serie de edificios llamados Las Monjas. --Jeroglíficos. --Riqueza de los adornos. --Pórticos, cuartos, etcétera. --Restos de pinturas. --La iglesia. --Adornos de la fachada. --Medallones de estuco. --Edificio circular llamado El Caracol. --Departamento interior. --Escalera decorada de cada lado con serpientes enlazadas. --Cabeza colosal. --Puertas. --Pinturas. --Edificio llamado Chichanchob. --Adornos. --Línea de jeroglíficos. --Otro edificio. --Vestigios de cultos y edificios arruinados. --Extraordinario edificio al cual se da el nombre de Gimnasio o juego de pelota. --Columnas ornamentadas. --Figuras esculpidas en bajorrelieve. --Anillos de piedra maciza con serpientes enlazadas. --Juegos y cacerías de los indios. --Dos hileras de edificios. --Procesión de tigres. --Columnas esculpidas. --Figuras en bajorrelieve. --Un dintel ricamente esculpido. --Jambas decoradas de figuras esculpidas. --Corredores. --Departamentos. --Columnas cuadradas cubiertas de figuras esculpidas. --Hileras de columnas. --Ocupación y abandono que los españoles hicieron de Chichén. --Primer descubrimiento de Chichén. --Cenotes



Yo formé un plano general de las ruinas de Chichén Itzá, valiéndome al efecto de los instrumentos propios para conseguir un resultado satisfactorio. Los edificios están trazados en él según su forma exterior, comprendiendo a todos los que en la actualidad subsisten todavía en pie. La circunferencia que ocupan es de cerca de dos millas, que es igual al diámetro de dos tercios de milla, si bien aparecen varios edificios destruidos completamente fuera de estos límites señalados.

A la distancia de doscientas cincuenta yardas de la puerta del corral, descuella un edificio, no sobre una terraza artificial, sino que más bien parece que se ha hecho en la tierra una excavación delante del edificio, hasta cierta distancia, lo que hace elevada su posición. Mira al oriente y mide ciento cuarenta y nueve pies de frente sobre cuarenta y ocho de fondo. La parte exterior es tosca, sin adorno de ninguna especie. Una gran escalinata, de cuarenta y cinco pies de largo y que hoy se encuentra completamente destruida, se eleva en el centro hasta la techumbre del edificio. En cada lado de esta escalinata hay dos puertas: a su extremidad sólo hay una entrada mientras que el frente que mira al oeste tiene siete. El número total de los departamentos o cuartos es de dieciocho. El frente occidental da sobre una superficie cóncava, difícil de decir si será natural o artificial, y en el centro de ella existe uno de esos rasgos de que he hecho referencia; esto es, una sólida masa de cal y canto, de cuarenta y cuatro sobre treinta y cuatro pies, proyectada de la pared, tan elevada como el techo y correspondiendo, en posición y dimensiones, a la escalinata arruinada que se ve en el frontispicio oriental. Semejante proyección no es necesaria para sostener el edificio: tampoco es un adorno, pues que al contrario debe considerarse como una deformidad; y ya sea una masa realmente sólida y compacta, o contenga algunas piezas interiores, eso queda por averiguar a un explorador venidero. Yo nada pude saber de cierto.

En la extremidad del sur, ábrese una puerta a una cámara o habitación, en cuyo único ámbito reina un mayor y más impenetrable misterio. Esta cámara es de diecinueve pies de ancho sobre ocho pies y seis pulgadas de profundidad, y en la pared posterior se ve otra baja y estrecha puerta que comunica con otra cámara de las mismas dimensiones, sin más diferencia que tener el piso un pie más elevado que la precedente. El dintel de esta puerta es de piedra, y en él aparece esculpido un objeto de forma particular. Esta tableta y la posición en que existe le ha dado nombre al edificio en que se contiene, pues los indios le llaman Akabcib, que significa, escribir en las tinieblas, porque, no penetrando más que la escasa luz que entra por la única puerta, la cámara era tan profundamente oscura, que con mil dificultades pudo copiarse el dibujo que contiene. Era la primera vez que en Yucatán encontrábamos jeroglíficos esculpidos en piedra, que incuestionablemente son del mismo género y carácter que los de Copán y del Palenque. Allí aparece la figura de un hombre sentado y ejecutando algún encantamiento, o algún acto religioso e idolátrico; que sin duda ninguna explicaría la escritura en la oscuridad, o sea el Akabcib, si alguno pudiera haberlo leído. El poder físico del hombre puede arrasar estos edificios y dejar patentes a la vista los secretos que contienen; pero ese poder no será parte jamás para desentrañar los misterios que envuelve este marco esculpido.

A la distancia de ciento y cincuenta varas de este edificio, caminando hacia el poniente, hay un cerco moderno de piedra que divide el corral de la hacienda. Pues bien, del otro lado de ese cerco aparece, a través de los árboles, y en medio de otros dos edificios, el ángulo de la fachada de un grande y majestuoso acumulamiento de fábricas llamado Las Monjas, lo mismo que uno de los edificios de Uxmal: es notable por el buen estado de preservación en que se encuentra, y por la riqueza y hermosura de sus adornos. La elevación de esta fachada es de veinticinco pies y su anchura es de treinta y cinco; tiene dos cornisas de un dibujo muy delicado y de buen gusto. Sobre la puerta hay veinte pequeños medallones de jeroglíficos en cuatro hileras de a cinco cada una. Sobre ella proyecta una línea de seis adornos de piedra encorvados, semejantes a los que se ven en Uxmal, en la Casa del Gobernador, y parecidos a una trompa de elefante: el espacio central que queda precisamente sobre la puerta es un nicho irregular redondo, en el que todavía se ven los restos de una figura sentada y con plumajes en la cabeza. El resto de los adornos es de distinta clase y forma, características de las antiguas ciudades americanas, y en nada parecidos a los de ningún otro pueblo de la tierra, con que cualquier lector pudiera estar familiarizado. Las plantas tropicales y los arbustos que en el terrado superior crecían, cuando vimos este edificio, caían en festones sobre la cornisa, lo que aumentaba admirablemente el pintoresco efecto de esta elegante fachada.

El frente de este edificio se compone de dos estructuras totalmente diversas entre sí, una de las cuales forma una especie de ala. Todo el largo es de doscientos veintiocho pies, y el fondo de la principal estructura es de ciento doce. La única porción que contiene cuartos o piezas interiores es aquélla a la cual he dado el nombre de ala, la cual tiene dos puertas de entrada, que conducen a dos departamentos de veintiséis pies de largo y ocho de profundidad, en cuya parte posterior hay otras dos piezas de idénticas dimensiones, casi obstruidas hoy con escombros que al parecer las henchían hasta arriba sólidamente; formando eso que se llamaba vulgarmente casas cerradas. El número total de los cuartos en esta ala es de nueve, y todos se encuentran en el piso inferior. La grande escultura a que se une el ala del edificio es aparentemente una sólida masa de cal y canto, erigida con el solo objeto de sostener las dos líneas de edificios que se ven encima. Una gran escalinata de cincuenta y seis pies de ancho, la mayor que vimos en todo el país, se eleva desde el suelo hasta por la parte superior: a uno de sus lados se descubre una brecha enorme, de veinte o treinta pies de diámetro, practicada por el dueño de la hacienda con el objeto de procurarse materiales para los nuevos edificios que levantaba. La elevación de la escalinata es de treinta y dos pies, y contiene treinta y nueve escalones. En la parte superior descuella una línea de edificios, con una plataforma en el frente de catorce pies, que corre en torno de la fábrica.

En la parte posterior de esta plataforma, la escalinata vuelve a subir, conservando su misma anchura por quince escalones más, hasta el tope de la segunda línea, que forma una nueva plataforma en el frente de la tercera estructura, que desgraciadamente estaba ya completamente reducida a escombros. En este caso, como en todos los demás que se nos presentaron, puede observarse que los antiguos arquitectos del país jamás colocaron un edificio superior sobre el techo de otro edificio inferior, sino siempre en la parte posterior, haciéndolo descansar sobre una estructura o henchimiento sólido, de manera que el techo del edificio inferior viniese a ser necesariamente la plataforma del que le sigue en la parte superior.

La circunferencia total de este edificio es de seiscientos treinta y ocho pies; y su elevación, cuando estaba entero, fue de sesenta y cinco pies. Parece haber sido construido únicamente con referencia a la segunda hilera de departamentos, sobre los cuales se agotó toda la inteligencia y habilidad de los constructores. Tienen éstos ciento cuatro pies de largo sobre treinta de ancho, con una amplia plataforma en rededor, cubierta, es verdad, de un espeso zacatal de algunos pies de altura, que forma un hermoso paseo desde el cual se disfruta de un magnífica vista de toda la comarca. Cinco puertas hay del lado de la escalinata, tres de las cuales, las del centro, son lo que comúnmente se llaman puertas falsas, que al parecer no son más que meros escondites practicados en la pared. Los compartimientos que median entre estas puertas contienen varias combinaciones de adornos de una elegancia y gusto exquisito, así en su arreglo como en su dibujo. Las dos puertas extremas dan a dos cámaras, en cada una de las cuales hay en la pared posterior tres prolongadas aberturas que se extienden del piso al techo, en que hubo, según los restos que aun son visibles, adornos de pintura. En cada extremidad del edificio había otra cámara con tres nichos; y al otro lado, hacia el sur, las tres puertas centrales, que correspondían con las tres puertas falsas del norte, daban entrada a un departamento de cuarenta y siete pies de largo y nueve de ancho, con nueve nichos en la pared posterior. Todas las paredes desde el piso hasta la clave de la bóveda estaban cubiertas de pinturas, miserablemente destruidas hoy, pero cuyos restos presentaban en algunos sitios coloridos vivos y brillantes. Entre esos restos, se ven algunas porciones de formas humanas, perfectamente dibujadas, con las cabezas cubiertas de plumeros y llevando escudos y lanzas en las manos. Inútil habría sido cualquier tentativa de descripción, y mucho más lo sería el explicar el extraño interés que se experimentaba al andar sobre la plataforma de este gigantesco y desolado edificio.

Descendiendo al piso inferior, a la extremidad del ala de este edificio, está lo que se llama La Iglesia, que es de veintisiete pies de largo, catorce de ancho y treinta y uno de elevación, cuya altura comparativa aumenta mucho el efecto de su apariencia. Tiene tres cornisas, y los espacios intermedios están ricamente adornados. La escultura es tosca, pero importante. El principal adorno está sobre la puerta, y de cada lado hay dos figuras humanas en actitud de estar sentadas; pero que por desgracia se encuentran mutiladas. La porción de la fachada sobre la segunda cornisa es simplemente una pared ornamentada, semejante a las ya mencionadas de Zayí y Labná.

El conjunto de este edificio se encuentra en buen estado de preservación. El interior consiste en un solo departamento, que antes estuvo dado de estuco, y a lo largo de la parte superior de la pared, bajo el arco, se ven los vestigios de una serie de medallones de estuco, que contenían varios jeroglíficos. Los indios no conservan sentimientos supersticiosos acerca de estas ruinas en general; pero sí los tienen con respecto a este edificio. Dícese que cada viernes santo se oye allí una música; pero esta ilusión que ya la traíamos desde Santa Cruz del Quiché (en Centroamérica) vino a disiparse completamente en esta vez; porque ha de saberse que en el interior de este edificio abrimos nuestro aparato daguerrotípico precisamente en un viernes santo, y estuvimos trabajando todo el día, pero sin oír música ninguna. Y esta cámara, sea dicho de paso, fue la mejor que encontramos para las operaciones del daguerrotipo: como no tenía más que una puerta, estaba en la oscuridad suficiente el aposento, y había la ventaja de poderlo dejar allí, sin necesidad de desmontarlo; el único inconveniente que podía resultar era que el ganado entrase y diese al traste con el aparato y sus accesorios; pero no hubo dificultad en proporcionarnos un indio que pasase allí la noche y cuidase del daguerrotipo para precaverlo contra el temido peligro.

A la extremidad sur de Las Monjas, y como a veintidós pies de distancia, hay otro edificio, que mide treinta y ocho pies sobre trece, adornada la parte superior de la cornisa del mismo modo que los demás edificios. No tiene nada de nuevo que merezca hacernos detener con su descripción.

Dejando este cúmulo de edificios llamado Las Monjas y tomando hacia el norte a distancia de cuatrocientos pies llegamos al edificio más culminante de Chichén por su apariencia pintoresca, y por su desemejanza absoluta a todos los que hasta allí habíamos visto, a excepción de uno muy destruido que visitamos en las ruinas de Mayapán. Es de forma circular y se le da el nombre de caracol o escalera elíptica, en razón de su arreglo interior: está construido en la parte superior de dos terrazas; la primera de éstas tiene de frente, de norte a sur, doscientos veintitrés pies, y ciento cincuenta de profundidad, de este a oeste, encontrándose aún en muy buen estado de preservación. Una gran escalinata de cuarenta y cinco pies de ancho y de veinte peldaños guía hasta la plataforma de esta terraza. A cada lado de la escalinata, y formando una especie de balaustrada, se ven enlazados los cuerpos de dos gigantescas serpientes de tres pies de espesor, de las cuales todavía existen restos considerables, y entre las ruinas vimos la colosal cabeza de una de ellas, que terminaba de un lado al pie de las escaleras.

La plataforma de la segunda terraza mide ochenta pies de frente sobre cincuenta y cinco de profundidad, y se llega a ella por medio de otra escalinata de cuarenta y dos pies de anchura y dieciséis escalones. En el centro de ellas, y contra la pared de la terraza, se encuentran los restos de un pedestal de seis pies de altura, y sobre el cual estuvo probablemente algún ídolo. Encima de la plataforma, a distancia de quince pies del último peldaño, se encuentra el edificio de que voy hablando, y tiene veintidós pies de diámetro con cuatro pequeñas puertas que dan a los puntos cardinales. Una gran porción de la parte superior y algo de los lados han caído en ruinas. Lo superior de la cornisa tiene una forma tal que termina en un ápice. La altura del conjunto, con inclusión de ambas terrazas, es poco más o menos de sesenta pies; y, cuando estuvo entero, debió haber presentado este edificio una sorprendente apariencia, aun en medio de todos cuantos le rodeaban. Las cuatro puertas dan entrada a una galería circular de cinco pies de ancho; y la pared anterior, es decir la que se presentaba de frente al tiempo de entrar, tenía también cuatro puertas más pequeñas aún que las primeras colocadas en los puntos intermedios del compás, esto es, mirando al noreste, al noroeste, al sudoeste y sudeste; estas puertas dan entrada a un segundo corredor de idéntica forma al primero, y de cuatro pies de anchura; el centro es una mesa circular, de piedra sólida, al parecer, de siete pies y seis pulgadas de diámetro; pero en cierto sitio, a la altura de ocho pies del piso, había una pequeña abertura cuadrangular obstruida de piedras, que yo procuré despejar en lo posible, aunque inútilmente, porque cayendo las piedras en la galería era ya peligroso continuar. Por otra parte el techo estaba tan vacilante, que no me fue dable descubrir el sitio a donde guiaba aquella singular abertura, que tenía el tamaño suficiente para admitir la cara de un hombre puesto en pie y poder contemplar la parte exterior. Las paredes de ambas galerías o corredores estaban revocadas y adornadas de pinturas y cerrando en bóveda triangular según el estilo de estas construcciones. Nuevo era por cierto el plan de este edificio; pero, en vez de contribuir a esclarecer los secretos desconocidos hasta hoy, no vino a servir sino para difundir nuevos misterios acerca de estas antiguas y extrañas estructuras.

A la distancia de cuatrocientos veinte pies del caracol, hacia el noroeste, existe el edificio llamado por los españoles casa colorada, y por los indios Chichanchob. La terraza sobre que está erigido es de sesenta y dos pies de largo, cincuenta y cinco de ancho y está muy bien conservado. La escalinata que lleva a la plataforma tiene veinte pies de anchura, y a tiempo de nuestra primera visita una vaca venía bajando muy quietamente los escalones. El edificio mide cuarenta y tres pies de frente sobre veintitrés de profundidad, y todavía se encuentra muy fuerte y sólido. La parte superior de la cornisa está recientemente adornada, si bien los adornos se encuentran en mucha decadencia. Tiene tres puertas, que dan entrada a un corredor o galería que corre por toda la anchura del edificio, y sobre la testera del fondo se ve un cuadro de piedra cubierto de una hilera de jeroglíficos, que se extiende a lo largo de la pared. Muchos de ellos están borrados, y por su altura y tosquedad se hacía difícil copiarlos; pero yo hice construir un andamio y conseguí una fiel copia de todos. El edificio tiene una galería posterior consistente en tres cámaras, cada una de las cuales conserva vestigios de pintura; y por lo bien arregladas que estaban, por la comodidad que presentaba la plataforma para un paseo, y por la hermosa vista que se obtenía desde allí de buena gana nos habríamos alojado allí, si no hubiese sido por las ventajas que nos proporcionaba la permanencia en la hacienda misma.

Todos estos edificios están dentro del espacio de trescientas yardas de la escalinata de Las Monjas, y desde cualquier punto inmediato se obtiene una vista simultánea de ellos: el campo es abierto y sembrado de veredas; los edificios, terrazas, escaleras y plataformas estaban cubiertos de yerba, es verdad; pero, como teníamos indios en número suficiente a nuestra disposición, todo quedó limpio y despejado con una facilidad que nunca la habíamos encontrado mayor.

Ésos son los únicos edificios en pie del lado oriental del camino real; pero todavía existen grandes vestigios de montículos con ruinas sobre ellos, piedras y fragmentos colosales de escultura a sus pies, que sería imposible presentarlos en detalle. Pasando por enmedio de estos vestigios, salimos al camino real, y, cruzándolo entramos de nuevo en un campo abierto, en donde estaba otro edificio que ya antes, estando a caballo todavía, habíamos examinado. Consiste en dos inmensas murallas paralelas de doscientos setenta y cuatro pies de largo cada una, de treinta pies de espesor, y separadas entre sí por la distancia de ciento veinte. A cien pies de la extremidad del norte, dando frente al espacio abierto entre ambas murallas, está sobre una elevación un edificio de treinta y cinco pies de largo, que contiene una sola cámara con el frente derruido; y, elevándose entre los escombros, descuellan los restos de dos columnas minuciosamente decoradas de adornos de escultura. Toda la parte inferior de la pared está expuesta a la vista cubierta, desde el piso hasta el arranque de la bóveda, de figuras talladas en bajorrelieve, muy estropeadas y casi borradas. A la otra extremidad de las dos murallas, a distancia de cien pies, y dominando el espacio que media entre ambas, hay otro edificio de ochenta y un pies de largo, también muy arruinado; pero que presenta los vestigios de otras dos columnas perfectamente adornadas de figuras esculpidas en bajorrelieve.

En la parte central de las dos grandes murallas de piedras, exactamente enfrente la una de la otra y a una elevación como de cuarenta pies del nivel del piso, hay dos anillos de piedra maciza de cuatro pies de diámetro y de un pie y una pulgada de espesor: el diámetro del claro o abertura circular es de un pie y siete pulgadas; en el borde de cada anillo hay labradas dos serpientes enlazadas entre sí, siendo éste el todo del adorno de la obra.

A primera vista, estas dos murallas nos parecieron idénticas en sus usos y objetos a las estructuras paralelas que sostienen anillos en Uxmal, acerca de las cuales ya he expresado la opinión de que seguramente serían destinadas para la celebración de juegos públicos. En todas ocasiones, yo he adoptado los nombres con que son designados los edificios en el mismo lugar en que se encuentran, sin detenerme a averiguar los motivos por que tienen esos nombres. El edificio en cuestión es llamado en Chichén iglesia de los antiguos, que se comenzó y no se concluyó, y en efecto la posición de las dos murallas da una idea de aquellos templos gigantescos a los cuales aún no se ha colocado el techo; pero, como ya teníamos otra iglesia en el mismo sitio, y hay una autoridad histórica que, en mi concepto, señala muy determinadamente el objeto de esta extraordinaria estructura, yo la llamaré el Gimnasio o Juego de Pelota. En el relato que el cronista Herrera da de las diversiones de Moctezuma, leemos lo siguiente:

"Deleitábase mucho el rey en mirar el juego de bolas, que desde entonces han prohibido los españoles por los inconvenientes que producía frecuentemente: llamábanle el Tlachtli, asemejándose mucho a nuestro juego de pelota. La bola se hacía de la resina de un árbol que se da en las tierras calientes, al cual se hace una incisión y destila unas grandes gotas negras, que luego se endurecen, y después que se elabora y amoldan quedan tan negras como la pez. (Sin duda habla aquí el historiador del Ule o caoutchouc de la India). Hechas así las bolas, son duras y pesadas para la mano; pero saltan lo mismo que nuestras pelotas de pie sin necesidad de golpearlas; no usan de palas, sino que las arrojan al contrario con alguna parte del cuerpo, considerándose el golpe de la anca como el último grado de destreza, y para el mejor efecto y evitar los inconvenientes se ajustan a las ancas un pedazo de cuero con que resistir el golpe. Juegan en partidas de varias personas, unos a un lado y otros a otro, apostando cargas de mantas o lo que puedan dar los jugadores. El sitio destinado para este juego era una sala baja, larga, estrecha y elevada, pero más ancho arriba que abajo, y más alto en los lados que en las extremidades, teniendo el piso y paredes muy bien revocados y limpios. En las paredes laterales fijan ciertas piedras semejantes a las de un molino, con un agujero en el centro, tan amplio como el grueso de la bola, y el que de un golpe puede hacerla pasar a través de él ése gana el juego; y por ley y antiquísima costumbre del juego, y en prueba de lo extraordinario de un suceso que raras veces tiene lugar, el que lo ha ganado de esa suerte tiene derecho de apoderarse de las capas de todos los espectadores; y por cierto que es muy de ver que, tan presto como la bola ha entrado en el agujero, todos los circunstantes ponen pies en polvorosa con cuanta rapidez pueden para poner en cobro sus capas, riéndose y regocijándose estrepitosamente unos, otros corriendo para librar sus capas del vencedor, el cual quedaba obligado de ofrecer algún sacrificio al ídolo del salón del juego, y la piedra a cuyo través la bola había pasado. Cada Juego de Pelota era un templo que tenía dos ídolos, uno del juego y otro del baile. En cierto día de buen agüero, a la media noche, ejecutaban ciertas ceremonias y encantamientos en las dos paredes más bajas y en medio del suelo, entonando algunas cánticos o baladas, después de lo cual un sacerdote del gran templo, acompañado de algunos hombres dedicados al servicio del culto, iba a bendecir el lugar; usaba para ello de ciertas palabras cabalísticas, arrojaba cuatro veces la pelota en el salón, con lo cual quedaba consagrado el sitio, pudiéndose entonces, y no antes, jugar libremente en él. El propietario del Juego de Pelota, que lo era ordinariamente algún noble, jamás jugaba sin hacer ciertas ofrendas y ejecutar ciertas ceremonias en presencia del ídolo del juego, lo cual muestra cuán supersticiosos eran esos hombres, puesto que guardaban a sus ídolos tantos miramientos, aun cuando se trataba simplemente de sus diversiones. Moctezuma llevaba a los españoles a su juego de pelota, y gustábale mucho verlos jugar a la pelota, bien así como a los naipes y dados".

Con algunas pequeñas variaciones de detalle, los rasgos generales son tan idénticos, que no dejaban a mi espíritu la más ligera duda de que la estructura que hoy existe en Chichén tenía precisamente el mismo objeto que el Juego de Pelota erigido en México, cuya descripción ha dado Herrera. Inmediatos están los templos en que se ofrecían los sacrificios; y en éste descubrimos algo de más importante que la mera determinación del carácter de un edificio, porque en la semejanza de diversiones vimos también una semejanza de costumbres e instituciones y el vestigio de alguna afinidad entre el pueblo que construyó las hoy arruinadas ciudades de Yucatán y el que habitaba en México en la época de la Conquista. Además, en el relato de Herrera vemos incidentalmente el diseño del paño funeral arrojado sobre las instituciones de los aborígenes, porque leemos que el juego que Moctezuma "se deleitaba en ver" y que sin duda era una diversión favorita del pueblo "los españoles lo habían prohibido ya".

A la extremidad sur de la muralla del oriente, y hacia la parte exterior, hay un edificio consistente en dos cuerpos, uno al nivel del piso, y otro como a veinticinco pies sobre él: este último, que se encuentra en muy buen estado de preservación, es sencillo, de buen gusto en el arreglo de sus adornos, y contiene una procesión de tigres o linces. Por su elevada posición y por la arboleda que crece en rededor y sobre el techo, el efecto que produce es bello y pintoresco; pero, además de eso, tiene un elevado interés, y bajo de ciertos respectos es la estructura más importante que hubiésemos descubierto en toda la exploración de las ruinas que estábamos haciendo.

El edificio inferior se halla en una situación bastante ruinosa; el frente ha caído del todo, y sólo muestra los restos de dos columnas cubiertas de figuras esculpidas. Con haberse destruido el frente, ha quedado patente a la vista toda la pared interior de aquel departamento, cubierta de un extremo a otro de figuras de bajorrelieve esculpidas con mucho esmero y laboriosidad. Expuestas estas figuras a la intemperie por tan largo número de años, se han borrado y casi destruido los caracteres; bajo el influjo de un sol tropical las líneas se han oscurecido y confundido, y la reflexión del calor era tan intensa que se hacía imposible trabajar enfrente del edificio, sino una o dos horas por la tarde, cuando se encontraba ya en la sombra. Un plumero es, como siempre, el adorno principal de todas las cabezas, y en la línea superior de los bajorrelieves cada figura lleva un haz de dardos y un carcax de flechas. Todas esas figuras estaban pintadas, y ya el lector puede imaginarse cuál sería su efecto cuando estaban enteras. Los indios llaman a esta pieza el Xtol, y dicen que representa un baile de los antiguos. Estos bajorrelieves tienen además un color distinto y peculiar. En la extensa obra de Nebel titulada Viaje pintoresco y arqueológico en México, publicada recientemente en París, aparece el dibujo de una piedra de sacrificios existente en el Museo de México, dada a la luz hoy por la primera vez: es de nueve pies de diámetro y tres de espesor, y contiene una procesión de figuras en bajorrelieve, que, si bien difieren en algunos detalles, representan el mismo carácter general de las del Xtol de Chichén. La piedra fue descubierta en una excavación practicada en la plaza mayor de la ciudad de México, cerca del sitio mismo en que estuvo el gran Teocali de la ciudad en tiempo de Moctezuma. La semejanza reposa sobre una base diferente de cualquier otra que pudiera descubrirse en las ruinas de Mitla, Xochicalco y otros sitios cuya historia es desconocida aún, y forma otro eslabón que enlaza estos edificios con el pueblo que ocupaba a México en la época de la Conquista. Y las pruebas de ello siguen acumulándose más y más. Entre los bajorrelieves de que voy hablando, aunque rota y desfigurada aparece la muestra acaso más preciosa de la delicadeza del arte indígena, que hoy existe todavía en todo el continente americano.

La escalera, o cualquier otro medio de acceso a este edificio, ha desaparecido del todo, y nosotros no pudimos subir a él sino trepando por las piedras sueltas. La puerta da sobre la plataforma de la muralla mirando al "Juego de la Pelota". El corredor del frente es sostenido por macizos pilares, de los cuales todavía existen algunos restos, cubiertos de minuciosos adornos esculpidos. El dintel de la puerta interior es una viga de zapote riquísimamente esculpida: parte de las jambas estaban sepultadas en los escombros, pero en las que se veían fuera aparecían figuras esculpidas. Por medio de estas jambas entramos a otra pieza interior, cuyas paredes y techumbres estaban totalmente cubiertas de dibujos y pinturas, representando en vivísimos y brillantes coloridos figuras humanas, batallas, casas, árboles y escenas de la vida doméstica, notándose en una de las paredes una gran canoa; pero el primer sentimiento de satisfactoria sorpresa quedó destruido al contemplar que todo aquello estaba mutilado y desfigurado. En algunas el revoco aparecía hecho pedazos; por todas partes aparecían profundas y malignas brechas abiertas en el muro, y, mientras que algunas figuras individuales aun se conservaban enteras, la conexión con los otros objetos no existía ya. Por largo tiempo estuvimos en un verdadero estado de ansiedad desesperante con los fragmentos de pinturas que íbamos encontrando, produciendo en nosotros la fuerte impresión de que en este arte más perecedero y destructible los constructores de estos edificios habían hecho más progresos que en la escultura, y de que así era en efecto, teníamos la prueba en aquel momento. Los colores son el verde, el amarillo, el azul, el rojo y cierto rojizo, que sirve constantemente para dar el colorido a la carne. En los golpes de pincel hay ciertos rasgos que muestran la libertad y destreza con que el asunto era manejado por manos maestras. Pero tienen estas pinturas un interés superior al que pudieran producir, considerándolas simplemente como muestras del arte, porque entre ellas hay diseños y figuras que naturalísimamente traen a la memoria las muy conocidas pinturas de los mexicanos; y si estas analogías se sostienen bien, entonces este edificio, conexionado con las murallas del "Juego de la Pelota", viene a ser un testigo irrecusable de que el pueblo que habitaba a México en la época de la Conquista pertenecía a la misma raza original de los que construyeron las ciudades arruinadas de Yucatán.

Pero continuemos. A la distancia como de quinientos pies de este edificio, hacia el sureste, descuella el llamado "Castillo", que es el primer edificio que vimos, y el más culminante de todos por cualquier punto de la llanura. Cada domingo las ruinas de Chichén se convierten en un verdadero paseo para los vecinos del pueblo de Pisté, y de veras que nada hay comparable al efecto pintoresco que producen las mujeres vestidas de blanco y con pañolones rojos, subiendo y bajando por la gran plataforma del "Castillo" y entrando y saliendo alternativamente por las puertas de ese elevado edificio. El montículo sobre el cual se halla erigido mide en su base, por los lados del sur y del norte, ciento noventa y seis pies diez pulgadas, y en los lados del oriente y poniente, doscientos dos pies. No corresponde exactamente a los cuatro puntos cardinales, aunque es probable que se pretendió al construirlo que así fuese; y en todos los edificios, por algún motivo no muy fácil de explicar, mientras que uno tiene una inclinación o variación de diez grados, respecto de un punto, el inmediato varía doce o trece respecto de otro punto. El montículo está construido en una forma sólida al parecer, y desde la base hasta la cúspide mide setenta y cinco pies. En el lado del oeste hay una escalinata de treinta y siete pies de anchura; y en la del norte otra de cuarenta y cinco pies y contiene noventa escalones. Al pie de ésta, formando un arranque atrevido para la parte superior, hay dos cabezas colosales de serpientes de diez pies de extensión, con la boca abierta y la lengua fuera. No hay duda de que eran los emblemas de alguna creencia religiosa, y debieron de haber excitado un sentimiento solemne de terror en el ánimo de un pueblo dotado de imaginación, cuando se paseaba entre ambas cabezas.

La plataforma situada en la parte superior del Cuyo mide sesenta y un pies de norte a sur, y sesenta y cuatro de oriente a poniente, y el edificio en las mismas direcciones mide cuarenta y tres y cuarenta y nueve. Las puertas miran al oriente, al sur y al poniente con macizos dinteles de zapote cubiertos de minuciosas esculturas, lo mismo que las jambas. Las figuras están casi borradas; pero el adorno de plumeros de la cabeza y alguna porción de los demás adornos subsisten todavía. Uno de los rostros humanos está bien preservado y tiene una apariencia de mucha dignidad; lleva dos pendientes en las orejas y un anillo en la nariz, lo cual, según los relatos históricos, fue una costumbre tan prevaleciente en Yucatán, que, mucho tiempo después de la conquista, los españoles daban leyes para prohibirla. Todas las demás jambas están decoradas de esculturas del mismo carácter general y dan entrada a un corredor de seis pies de ancho, que corre por tres lados del edificio.

La puerta que mira al norte presenta una magnífica apariencia, es de veinte y dos pies de ancho y tiene dos pequeñas columnas macizas de ocho pies ocho pulgadas de elevación, y dos grandes proyecciones en la base cubiertas enteramente de minuciosas esculturas. Esta puerta da acceso a un corredor de cuarenta pies de largo, seis pies cuatro pulgadas de ancho y diecisiete pies de elevación. En la pared posterior de este corredor hay una puerta solitaria de jambas esculpidas, sobre la cual hay una viga de zapote ricamente decorada, y que da entrada a una pieza de diecinueve pies ocho pulgadas de largo, doce pies nueve pulgadas de ancho y diecisiete pies de elevación. En este departamento hay dos pilares cuadrados de nueve pies cuatro pulgadas de elevación y de un pie nueve pulgadas de cada lado, decorados todos ellos de figuras esculpidas, y soportando macizas vigas de zapote cubiertas de los más curiosos, minuciosos y complicados adornos, pero tan borrados y destruidos por la acción del tiempo que, en medio de la oscuridad del sitio, al cual solo entraba la luz que venía de la única puerta, era extremadamente dificultoso copiarlos. La impresión que se recibe al penetrar en este elevado departamento, tan diverso de cuanto hasta allí habíamos visto y examinado, era acaso más fuerte y vigorosa que ninguna de las experimentadas anteriormente. Un día entero pasamos en el interior de esta pieza, subiendo de cuando en cuando a la plataforma para contemplar desde allí todos los edificios arruinados de la antigua ciudad y el campo inmenso que se extendía en sus inmediaciones.

Y desde esta elevación contemplamos por la primera vez unos grupos de pequeñas columnas, que al examinarlas de cerca venimos a descubrir que eran los vestigios más notables y menos inteligibles que hubiésemos encontrado en este viaje. Estaban erigidas formando hileras de tres, cuatro y cinco de frente continuando las líneas en la misma dirección, hasta que la acababan para proseguir otra nueva. Eran de muy pequeña altura, algunas de ellas tan sólo de tres pies, mientras que las más elevadas no excedían de seis y consistían de varias piezas separadas lo mismo que las piedras milenarias. Muchas de ellas habían caído del todo, y en algunos sitios yacían tendidas en hileras completas, todas en la misma dirección, como si hubiesen sido derribadas intencionalmente. Yo empleé a muchos indios en despejar el terreno, procurando seguir la dirección que llevaban hasta el fin. En algunos sitios extendíanse hasta la base de los montículos en que están los edificios, mientras que otras se cortaban de repente y terminaban. Yo llegué a contar hasta trescientas ochenta; y había muchísimas más todavía, pero tan rotas e irregulares que no quise hacer cuenta de ellas. Estas columnas eran demasiado bajas para soportar el techo de ningún edificio, bajo el cual una persona pudiese andar con libertad; y, aunque solía presentarse la idea de que hubiesen estado destinadas para sostener una calzada de mezcla, se borraba esa idea al ver que no existía vestigio alguno de semejante calzada. Estas columnas están comprendidas en un área de muy cerca de cuatrocientos pies en cuadro; y a pesar de que son incomprensibles los usos y objeto a que estuvieron destinadas, aumentan mucho el interés y admiración que inspiran estas ruinas.

Queda ahora concluida mi breve descripción de las ruinas de Chichén Itzá, habiendo presentado con cuanta individualidad me ha sido posible todos los principales edificios de esta antigua ciudad. Existen aún montículos arruinados, y una multitud de fragmentos de escultura yacen dispersos por todo el terreno representando ideas muy curiosas, y que ordinariamente interrumpían nuestro paso durante el examen de estos edificios, pero cuya descripción no intento dar. Estas ruinas eran las que por mucho tiempo habían mantenido excitada nuestra atención y hecho alimentar las más vivas esperanzas, que, lejos de quedar defraudadas, se realizaron hasta más allá de lo que creíamos. A nuestros ojos tenían un nuevo interés, que resultaba del hecho de que mayor luz brillaba sobre ellas por los datos que suministra la historia, como que el primer establecimiento de los españoles en el interior de Yucatán tuvo lugar en ese propio sitio.

El lector puede recordar que en las primeras páginas de este libro ha acompañado al Adelantado don Francisco de Montejo hasta Chichén, o Chichén Itzá, que así se llamaba, del nombre del pueblo que habitaba aquella región. El asiento de Chichén está incuestionablemente comprobado que es el mismo ocupado hoy por las ruinas de ese nombre; y acaso el lector estará esperando del Adelantado Montejo, o de los soldados españoles que le acompañaban, algún relato circunstanciado de esos extraordinarios edificios, tan diversos ciertamente de los que se estilaban en España, y de los que estaban acostumbrados a ver los conquistadores. Pero por más extraño y sorprendente que parezca, el hecho es que no existe semejante relato. La única noticia existente hoy de su viaje desde las costas dice que de un pueblo llamado Aké emprendieron su marcha encaminándose a Chichén Itzá, en donde determinaron hacer alto y establecerse, como que parecía el sitio más adecuado en razón de la fortaleza de los grandes edificios que allí había, para defenderse contra los ataques de los indios. No nos refieren si estos edificios estaban habitados o desolados; pero el cronista Herrera nos dice que los indios de esta región eran tan numerosos, que, cuando el Adelantado hizo los repartimientos de ellos entre sus compañeros de armas, el menor número que correspondió al último de los agraciados fue no menos que de dos mil indios.

Sin embargo, tomando en consideración las circunstancias de ocupación y abandono que de Chichén hicieron los españoles, ese silencio acaso nada tiene de extraordinario. Ya he referido que el Adelantado incurrió allí en una fatal equivocación, y que, alucinado con la esperanza de hallar minas en otra provincia, dividió sus fuerzas y envió en busca de oro cincuenta hombres bajo las órdenes del mejor de sus capitanes. Desde aquel momento cayó sobre él una lluvia de peligros y calamidades: se puso en cabal desacuerdo con los indios y, habiéndole éstos negado las provisiones, viéronse los españoles en la necesidad de salir a buscarlas con espada en mano, y todo cuanto comían era comprado al precio de su sangre. Al fin los indios adoptaron la determinación de exterminarlos; una muchedumbre inmensa cercó el campo de los españoles, sin permitirles paso franco para retirarse. Reducidos los conquistadores a la necesidad de perecer de hambre, se resolvieron a morir heroicamente en el campo saliendo de sus atrincheramientos a librar una batalla al enemigo. En efecto, un combate muy sangriento se empeñó entre ambas fuerzas contendientes: los españoles lidiaban por su vida y los indios por hacerse dueños del campo. Verdad es que de éstos murieron grandes masas; pero no dejó de ser considerable la carnicería entre aquéllos, pues perecieron ciento cincuenta quedando heridos casi todos los restantes, y todos hubieran perecido, como un hombre solo, si los indios les hubieren atacado en su retirada.

Incapaces de conservar el puesto por más tiempo, aprovechábanse de la oscuridad de la noche cuando los indios estaban más desprevenidos y hacían frecuentes salidas a esa hora, a fin de mantenerlos alerta y cansarlos; y, cuando consideraron conseguido su objeto, ataron en cierta noche un perro a la soga de una campana, colocando fuera de su alcance un pedazo de carne, y con el mayor silencio salieron fuera de su campamento. El perro, primero al verlos salir y luego para coger el trozo de carne, tiraba con fuerza de la cuerda de la campana, y los indios figurándose que los españoles estaban en alarma permanecían quietos esperando el resultado; mas ya cerca de amanecer, notando que la campana insistía en sonar con mayor tenacidad, fueron acercándose poco a poco al campo español y lo encontraron desierto. Entretanto los españoles se habían escapado con dirección hacia la costa, y en los confusos y complicados relatos que nos dejaron de sus peligros y fuga no debe sorprender que hayan omitido formar ninguno relativo a los edificios, artes y ciencias de los feroces habitantes de Chichén.

Concluiré con una observación general. Por supuesto que estas ciudades no fueron todas edificadas simultáneamente, porque hay restos de diferentes épocas. Chichén, aunque se halla en mejor estado de preservación que otras, tiene una gran apariencia de mayor antigüedad; sin duda algunos de sus edificios son más antiguos que los demás, y largos intervalos deben mediar entre los diferentes tiempos de su construcción.

El manuscrito en lengua maya, de que ya he hecho referencia, coloca el primer descubrimiento de Chichén en la época que corresponde entre los años de 360 y 432 de la era cristiana. De las palabras que usa pudiera inferirse que entonces se hizo el descubrimiento de la ciudad que actualmente existe; pero es más racional creer que ese descubrimiento sólo se refiere al sitio que ha dado después el nombre a la ciudad, es decir, Chi-Chén, BOCAS DE POZOS, aludiendo a los dos grandes cenotes, pues que ya sabemos que entre los primitivos habitantes de Yucatán, y particularmente en la región árida de este país, el descubrimiento de un pozo era digno de ser notado en su historia.

De uno de estos cenotes he hecho ya referencia; el otro no lo visité sino en la tarde precedente a mi salida de Chichén. Partiendo del "Castillo", subimos por una elevación boscosa, que parece haber sido una calzada artificial que llevaba hasta los bordes del cenote. Éste era el más grande y agreste de cuantos habíamos visto hasta entonces: era una inmensa hendidura circular, situada en el corazón de una áspera floresta, tapada en forma vertical, rodeada de una espesa arboleda en sus márgenes y paredes y tan sombría y solitaria, que no parecía sino que el genio del silencio reinaba en su interior. Un gavilán volaba en los contornos mirando el agua, pero sin mojar en ella sus alas. El agua era de un color verdoso: una influencia misteriosa parecía penetrar en ella en conexión con los relatos históricos que hacen del pozo de Chichén un lugar de peregrinación, añadiéndose que allí se arrojaban las víctimas humanas ofrecidas en sacrificio. En un punto determinado del borde o margen de este cenote se veían los restos de una estructura de piedra, que probablemente se halla enlazada con los antiguos ritos supersticiosos; tal vez ése era el sitio desde el cual eran arrojadas las sangrientas víctimas en el sombrío y misterioso cenote que se presentaba allá abajo en las entrañas de la tierra.